La trascendencia del 6 de marzo
Por Iván Cepeda Castro
Bogotá, marzo 3 (El Espectador). Los actos del 6 de marzo de 2008 son hoy una realidad inocultable. En más de 20 ciudades del país, y en más de 60 en el mundo, sin el apoyo del cuerpo diplomático, ese día se llevarán a cabo diversos eventos. Desde Melbourne hasta Washington, desde Londres hasta El Cairo, el 6 de marzo con fotografías de las víctimas en sus manos, muchos compatriotas y miembros de reconocidas organizaciones internacionales harán un llamado mundial para que en Colombia se ponga punto final al crimen de desplazamiento forzado, a la práctica sistemática de las desapariciones y a las ejecuciones selectivas e indiscriminadas.
Más allá del carácter planetario que ha adquirido esta convocatoria, su significación se plasma en el debate social al que ha dado lugar en relación con los crímenes de Estado, la continuidad de las estructuras paramilitares y parapolíticas, la situación de las víctimas y sus derechos. Aunque los representantes de la derecha más primitiva en el país han intentado minimizar los alcances de la iniciativa, su reacción airada es la mejor demostración de la importancia que tiene para la sociedad colombiana elaborar la verdad de esta otra dimensión de los crímenes que se han cometido, así como de las implicaciones éticas y políticas que tiene su justificación. Ese debate rompe con el unanimismo que se quiere imponer desde la doctrina sobre “el terrorismo”. Como algunos columnistas de opinión lo han señalado, el 6 de marzo como ejercicio democrático permite que aparezca una franja social que condena con nitidez por igual todas las formas de la violencia. Por eso es simplista la interpretación que quiere reducirlo a un acto contestatario.
Algunos erróneamente querrán comparar las dimensiones de esta demostración con la del pasado 4 de febrero, como si se tratara de una especie de competencia entre marchas. Tal comparación no cabe. No se sustenta en parámetros equivalentes. Los actos del 6 de marzo no han contado con recursos económicos ni institucionales comparables con los de la marcha de febrero, y en cambio han sido objeto de múltiples hostigamientos. Uno de tantos ejemplos: “Mi familia y yo apoyamos la marcha. Somos de Montería pero acá no se ha establecido el lugar ni los organizadores por temor. Hay desmovilizados que aún siguen delinquiendo. Muchos dicen que no salen por tal motivo. Lo peor del caso es que la prensa se hace la de la vista gorda y no promueve la marcha”.
La movilización del 6 tiene un carácter original. Independientemente de su magnitud, será la expresión a escala mundial de una dimensión cualitativa distinta: los testimonios de los desplazados, el rostro de los desaparecidos, la biografía de los asesinados. Son los relatos de la historia reciente de una sociedad escindida entre un país urbano y un país rural. El 1º de marzo en Itagüí, las asociaciones locales de víctimas harán una galería de la memoria en cercanías de la cárcel donde están recluidos algunos de los jefes paramilitares. El 2 de marzo el Movimiento Visionarios por Colombia de Antanas Mockus ha convocado a personalidades del mundo intelectual, artístico y político para que hagan una lectura pública de testimonios de las víctimas. El 4 de marzo comienza en Flandes, Tolima, la Marcha Nacional de Desplazados que exigen tierra, dignidad y paz. El 6 de marzo se ha pedido a los ciudadanos que lleven a las manifestaciones la fotografía de una víctima. Esas imágenes y esos testimonios pueden ser parte del antídoto contra uno de los grandes males que padece nuestra sociedad: la indiferencia o el sesgo moral hacia los crímenes contra la humanidad.