viernes, 17 de agosto de 2007

Economía de mercado


Economía de mercado

Cesar Hildebrandt

La economía de mercado funciona como un reloj en el Perú: cuando la gente quiere viajar en mancha para ver a sus muertos, heridos, o sobrevivientes, o cuando quiere viajar para ver si sus casas se han rajado o desplomado, o para consolar a la tía o a sus padres por algún nuevo luto, entonces las empresas de transporte como Soyuz aumentan el precio de sus pasajes hasta duplicarlo. Eso se llama atender de inmediato las señales de la demanda. Eso es Adam Smith con su Tirifilo más, Milton Friedman con su Lastenio al costado, la mano invisible y el dedo medio en ristre.

Un día vino la Telefónica española y se compró la vieja y lerda compañía peruana del ramo. Prometió pagar dos mil millones de dólares pero pagó efectivamente mil cuatrocientos. Y ahora, cuando ya sacó varias veces su inversión, descubrimos que su red es de arañita, que los teléfonos fijos colapsan al primer terremoto y los móviles se callan a la primera sacudida. Es que la Telefónica ha vendido muchos más aparatos que los que podría servir y ha hecho un cálculo mezquino sobre la utilización promedial de la red. Es eso –y no los leves daños sufridos en su infraestructura– lo que nos incomunicó y silenció durante horas la noche del miércoles.
Eso también se llama economía de mercado pero a lo bestia: sin reglas, con ministra delivery, con Osiptel de mano enyesada y con un Congreso que suena siempre ocupado.
Y ni qué decir de Claro, mano. Como que nos dijeron que eran los que siempre podían y de tanto decirlo nos lo hicieron creer. A la hora señalada, sin embargo, los muchachos de Carlitos Slim fallaron como si fueran los arquitectos que salieron a la luz en el terremoto mexicano de 1985, cuando miles se enteraron de que sus edificios tenían más arena que cemento, más vacío que llenura y más pisos que lo que sus cimientos aguantaban. O sea, el PAN mesmamente, mano, con su Calderón y todo: economía de mercado en la versión de Pancho Villa, marketing para cholos que siguen viéndose encantados en los espejitos que les reparten.
Mientras los muertos crecían minuto a minuto la noche trágica del miércoles, en el Canal 3, de la Telefónica, tres mamertos de antología idiotizaban la pantalla. Y en el 6, de la Telefónica, seis entidades grises como la nube que nubla tu camino decían cualquier cosa sobre cualquier cosa en un programa que parece producido por nadie e imaginado por ninguno. Y en el canal 20, de la Telefónica, el aburrimiento de siempre cundía mientras en Cañete los muertos empezaban a ser puestos en una vereda porque no había para más.
O sea que nos incomunican y encima se burlan de nuestros muertos. Nos bloquean la voz y nos dan su ración habitual de imbecilidades en pantalla. Claro, están en el Perú, el país que compra patrulleros chinos que China no usa, el paísito que permite que Duke Energy se apropie de la laguna de Parón y la desagüe para fines contaminantes, la republiquita que tiene que rogarle a Repsol para que nos dé parte de nuestro gas para empezar a hacer petroquímica y para que no se vaya a llevar todo a California (o a México, o a Chile, marque usted lo correcto), el paísete que hace subastas inversas de un solo postor y el que permite que pilotos forasteros y sin permiso de trabajo –procedentes del único país que nos odia– dominen su cielo manejando los aviones de la compañía que reemplazó a la empresa aérea nativa, vendida hace años, por 21 millones de dólares, a unos maleantes mexicanos que sólo pagaron catorce. Vendida por un presidente que años más tarde juraría morir peleando por el Japón, su verdadera patria. Esto último es una variante nuestra de la globalización.

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