sábado, 9 de agosto de 2008

El fin del mundo en la cuna de Stalin


- El bombardeo de la ciudad georgiana de Gori por la aviación rusa desata escenas de pánico

- Cientos de soldados y civiles se ocultan en los refugios


Volaban sobre las montañas como avispones enloquecidos. Rozaron las cúspides de los monasterios de Gori antes de abrir fuego: una maraña de misiles lanzados hacia cinco enormes caserones a las puertas de la ciudad. Es la feroz represalia de Rusia contra la ofensiva del Ejército de Georgia en Osetia del Sur. "Es el fin del mundo", cuenta Andro Toratze, quien sobrevivió a la masacre. "Ya han localizado unos 30 cuerpos entre los escombros. Entre ellos había una mujer embarazada, tres ancianos que estaban tomando el fresco y dos niños que jugaban en el patio. Todos civiles".

Gori se encuentra a unos 40 kilómetros de Tbilisi, y es la pequeña ciudad en la que, en 1879, nació Joseph Stalin. Caravanas de automóviles tratan de huir y avanzan en dirección contraria, pero también hay carros campesinos, animales de carga, hombres y mujeres en bicicleta. "Nos han dicho que en unas horas volverán a bombardear, por eso quien puede huye hacia las aldeas más cercanas", explica Nodari Rukaze. De vez en cuando, la sirena de una ambulancia se añade a la triste sinfonía de esta evacuación.

A unos kilómetros del centro de la ciudad, hay cientos de soldados apostados en cualquier sitio. Unos están arracimados debajo de un puente; otros, escondidos detrás de una cuneta o entre los árboles de un bosque. Tienen que ser reservistas, ya que muchos de ellos acaban de llegar a sus teóricos puestos de la defensa con su propio coche, que intentan ocultar con hojas y plásticos. Junto a la última curva antes del pueblo flota una nube de humo de olor acre. Es la pólvora desprendida de los proyectiles recién disparados por los aviones rusos.

A un lado surgen los caserones destrozados y acribillados por la metralla. Están todavía abarrotados de bomberos que intentan apagar las llamas y voluntarios cansados que tratan de recomponer lo que queda de quienes hasta hace unas horas vivía entra esas paredes. En las fachadas de los edificios se distinguen enormes huecos con bordes ennegrecidos. Al otro lado de la calle, una muchedumbre ordenada guarda silencio. Se trata en su mayoría de mujeres. Observan, sopesan las pérdidas, lloran por el dolor que han dejado esos misiles en tan sólo un segundo.


Tras cruzar una plaza, tal vez la única en todas las ex repúblicas soviéticas en las que todavía se levanta una estatua de bronce del pequeño padre, de José Stalin, aún venerado en muchos lugares, se llega al centro de la pequeña ciudad. Dicen que han caído bombas también el mercado y en el estadio. Pero la calle está bloqueada. Para proseguir hay que dejar el automóvil y caminar. Cerca hay una chica que arrastra una enorme y pesada maleta, un campesino que camina junto a un ternero y un burro devorado por las pulgas. Se acerca un soldado y dice que hay que regresar a Tbilisi o esconderse en algún sótano porque "esos, cuando disparan, no se andan con miramientos".

Tendrá unos escasos 18 años, y el uniforme le viene pequeño, así como el casco. Muestra un emblema de algodón en el pecho que indica que pertenece a la Guardia Nacional. Se trata entonces de un reservista, como casi todos los que se encuentran en la calle. Y como casi todos, también, está sudado, histérico, demasiado distraído para ser un soldado. Aterrorizado.

Le preguntamos cuándo le han alistado. "Ayer por la tarde", dice. "Verá, tengo mucho miedo de que si esta escalada de violencia no se parara terminaríamos todos aplastados por los rusos, porque nuestro ejército, en comparación con el suyo, no es ni siquiera como David ante Goliat, sino más bien como un corderito ante un tigre hambriento".